lunes, 28 de noviembre de 2011

"Pero quien pudo codificar el amor con mayor claridad fue Roland Barthes en su texto Fragmentos de un discurso amoroso (Paídos 1982/2010), donde indagó lo amoroso a partir de recurrir al discurso del sujeto enamorado. (...) las historias de amor, a diferencia de las "figuras", son en realidad conjuros sociales contra el desorden amoroso, son formas que se rescatan de la cultura (¿escrita?) para explicar, de forma ordenada, la experiencia emotiva del amor. La "figuras" son los trozos caprichosos del discurso amoroso, "un vuelo de mosquitos". Dichas "figuras" pertenecen a un código cultural de lo amoroso. La "figura" pertenece al ámbito de lo privado, de forma tal que puede ser un espacio  "a medias codificado y a medias proyectivo".
La carta de amor, por ejemplo, muestra la dialéctica particular de la carta a la vez vacía (codificada) y expresiva (cargada de deseo por significar). La "figura" puede ser una palabra, una frase o un refrán, a condición que nos ea un mensaje terminado, un sintagma acabado, hecho para consumir. Esta reserva cultural de figuras que posee el sujeto cumple su cometido cuando el enamorado tiene necesidad de construir un discurso de amor. Somo si de "una enciclopedia de la cultura afectiva" se tratase, el enamorado pone nombres a su historia particular de un catálogo cultural que posee, para anclarse con las palabras y no perderse en el otro, o para volverse a encontrar.
(...) Para Barthes, el amor pone en juego el vínculo antiguo del sujeto con su madre, el recuerdo de cuando parecían existir ambos como un solo cuerpo. El hombre está condenado a vivir siempre anhelando volver a encontrar ese estado de fusión definitiva que ha perdido inevitablemente y para siempre. El miedo que acecha al enamorado es doble. por un lado, llegar a encontrar de nuevo aquella plenitud completa y, como en la infancia, volverla a perder, y lo que quizá sea aún más aterrador, llegar a encontrar la unidad perfecta y por lo mismo fisionarse en el otro, suprimirse y suprimirlo, perder su propia identidad, sus límites y sus contornos. En ese sentido, el amor sitúa al enamorado de nuevo ante la posible reaparición del estado completo que anhela, de la unión total con el objeto amado y, por consecuencia, lo enfrenta al límite del terror que provoca la posible desaparición de su propia identidad.
El sujeto enamorado está dispuesto a volverse loco, a negar la alteridad del otro, a hacerse uno con el ser amado. El amor es entonces el juego entre la plenitud y la muerte que eso implica. La pareja de enamorados titubea entre el retorno infantil de la relación madre_hijo y la experiencia adulta. en la genialidad se da por unos instantes la ilusión de la unión total con el ser amado y se toca la muerte. En Fragmentos... surgen figuras como: "angustia", "estoy loco", "caigo" o "en la calma tierna de tus brazos", que ponen palabras a estos sentimientos. En una palabra: el sujeto enamorado ama el amor. Cree encontrar el objeto de su deseo y le entrega su total devoción. Cuando la imagen que el enamorado se ha hecho de su objeto de amor contradice ese acomodo total se busca, tiende s restituirse la adecuación a su deseo aunque "anula el objeto amado bajo el peso del amor mismo".
"Vego a ofrecer mi corazón". El corazón, no el estomago, que supuestamente se atacado por mariposas en el instante del enamoramiento. El corazón. "Esta palabra vale para toda clase de movimientos y deseos... (y) se construye en objeto de donación" (Barthes, p. 78). El flechazo, el corazón raptado, capturado, espinado, conquistado por el objeto amado. El enamorado que se debate entre el exceso de amor y perderse en la locura encuentra que el lenguaje en la etapa de plenitud es innecesario e imposible; en un segundo momento es posible y acaso necesario, para que aflore un poco de realidad. Aunque la realidad, probablemente, poco tenga que ver con el amor."










 Christian Kupchik, 
en Con la luz de lo inesperado, 
Revista Quid Nº36 
(Octubre/Noviembre de 2011)




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