miércoles, 10 de febrero de 2010

Historias de la vida real (Segunda entrega)




Sobre el final de mi adolescencia conocí a un chico. Caminaba por Corrientes y Ángel Gallardo. Tenía el pelo largo, una altura destacable, y un aspecto desgarbado, usaba una campera de jean llena de parches metaleros. En ese tiempo, los roqueros me fascinaban y mucho. Sin embargo, esa no era la primera vez que supe de su existencia.

Su voz gruesa ya había penetrado mis oídos más de una vez en aquella clase en donde leíamos cuentos propios. Su carácter estaba lejos de ser complaciente, su crítica contenía la autoridad de las personas que saben y tienen el valor de pronunciarla. Su voluntad era férrea, la necesaria para sobresalir entre los demás concurrentes del curso con las más brillantes notas. Pero fue su humor lo en verdad me conquisto, sin siquiera poder advertirlo.
Sus versiones porno-soft de “Historias de cronopios y de famas” de Cortázar lograron desde romper la rutina de una clase a prueba de insomnes hasta sentirme identificada en uno de esos cuentos. Creí, en un esfuerzo romántico por ocupar sus fantasías, ser aquella chica que veía de espaldas, la protagonista en la parada del colectivo, la despeinada que lograba que se subiera con ella a un viaje de placer, lejos de la esposa del protagonista y de los hábitos de la vida conyugal. Me creía la heroína de sus cuentos, una que no podía evitar la vergüenza de sentirse descubierta, que teñía de rojo sus mejillas mientras cada palabra estimulaba cada vez más sus células ciliadas.



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